Los agravantes meditaban de manera muy nerviosa en torno
al caso que habrían de presentar la tarde de ese día, los múltiples abogados
tardarían en llegar puesto que es mucho el papeleo que la jurisprudencia te
obliga a llenar, en cuanto llegaran el juicio comenzaría.
Jóvenes menarcas cotorreaban fuera del tribunal que en
aquel cúspide momento tenía enfocadas sobre él las cámaras que al firmamento le
mostraban la severidad de los hechos a acontecer.
La historia de tal
revuelo habría de comenzar la mañana de un martes aburrido y bochornoso como
cualquier día laboral, una anciana pequeña
y decrépita leía versículos bíblicos en el epígrafe de su libro de
autoayuda cuando cae sin vida al suelo. Tras descubrirse los problemas
endócrinos de la reina de aquel poderoso país y que a la post le causarían la
muerte se decidió buscan un culpable.
Imagine usted, pues, el escándalo que se armó cuando la
Corte Máxima de la República decidió enfrentar en un juicio a nadie más que a
Dios.
La espera fue larga, muchos intereses y mucho en juego
hay cuando se juega a los abogados con el Jefe Máximo. En todo caso se esperaba
la perdida de cosas como la entropía, o algún cambio en el cosmos como muestra
de la preocupación de Jehová.
La expectativa crecía ya que estaba en juego la
supremacía moral de muchas religiones, mas no hubo guerra, todos confiaban en
la victoria propia.
Por fin llegó el día anhelado; el del juicio. La gente,
al paso imponente del convoy donde se movían los jurados, caía con síncopes por
el suelo blanco.
Todo estaba puesto; el juez, los testigos y el dibujante,
todos a la espera de Dios.
En eso un furibundo, trovador conocido por todos interrumpe
la sesión al grito de:
-¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!
La sesión se levantó y el mundo volvió a la normalidad,
pero eso sí, con muchas menos guerras.
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