Ángel conducía velozmente por las carreteras de
Choloxincuatl, la luz del Sol se reflejaba en sus lentes polarizados y le
producía pensamientos épicos. Sacaba el brazo por la ventana y admiraba el
horizonte decadente tras las montañas recordando que era hacia donde él se
dirigía. Hace años escapaba de la oscuridad a pesar de que cada noche la
encontraba.
Podía admitir que se hallaba en lo más alto, su mente era
la cima del mundo. Mientras miles de millones se acababan entre sí peleando por
sus distintos creadores (Que para todos era el mismo) y un puñado más se entregaba a la ciencia y el
progreso humano él simplemente vivía, no creía en un Dios, karma, “energía” o
como le quieran llamar, y aunque admitía como reales los descubrimientos
científicos no le importaba más de lo que le sucede a una hormiga después de
entrar a su hormiguero.
Se sabía completo, su ignorancia además de orgullo le
provocaba el carecer de huecos donde entrasen dudas, y no deseaba cambiar, pues
¿Qué es a final de cuentas un ser humano completo? ¿Cómo se alcanza tal logro?
¿Cómo se huye de él?
El camino lo alienaba del universo, la carretera
incomunicada le ofrecía pretensiones absurdas, más él no se dejaba engañar,
tenía ya trazado en su espíritu el resultado de la Odisea mortal que fermentaba
los azucares del amargo sabor de la soledad.
Su pasado se encontraba disuelto entre alegorías y
axiomas sociales, lo idílico de la juventud era únicamente imaginación perpetua
dentro de su mente, a pesar de ello la réplica instantánea ante las negativas
cuestiones humanas le había salvado de morir.
Desconocía todavía los momentos que trazarían en el
secuelas irreversibles y que a día de hoy serían el apocalipsis a su persona.
Puede que ni siquiera fuese un ser humano, incluso podría llegar a
caber la posibilidad de su divinidad. Muy a pesar de lo irrelevante de su
existir.
La huella del hombre se encontraba impresa alrededor del
orbe. Así lo hacía notar el bulevar que rodeaba la montaña más alta, y la
desviación que a su cima guiaba. Aparcó a un costado el coche que conducía para
subir a pie lo que restaba de la calzada.
Ya en la cúspide se llegaba a apreciar un paisaje
legendario, no bastarían mil palabras para describir la majestuosidad de la
situación.
Ángel se sentó al borde del acantilado, por encima de la
carretera, de las montañas, de los humanos.
Mientras la onda de choque de las bombas termonucleares
que reventaban en Choloxincuatl se aproximaba una bengala empírea lo elevaba
hasta lo más alto del cosmos.
Debajo sólo quedaron sus lentes.
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