Cuenta la historia
que los habitantes de la Isla de Pascua abandonaron la isla una vez que se les
acabaron los recursos y el espacio para sobrevivir, miles de años después los
arqueólogos encontraron únicamente ídolos monumentales que eran el último
rastro de un pueblo que por mano propia, y tal vez sin saberlo, acabo consigo
mismo. Hay quien habla de que la historia es cíclica.
El mundo es grande y vasto, tan increíblemente inmenso
que incluso las metrópolis más gigantescas ocupan en conjunto un dos por ciento
de todo el territorio continental.
Román esperaba su cita con el médico de una manera tan
angustiosa que podría habérsele notado en la faz desde el otro lado de la gran
sala de espera en que los moribundos esperaban pasiblemente su sentencia. Por
momentos parecía que el aire sucio y maloliente del exterior penetraría las
ventanas, otras juraría que era así.
Uno por uno los enfermos entraban y salían del único
consultorio que estaba abierto a esas horas, la madrugada le profería un toque
casi místico a la muerte. Por fin, tras largas horas de espera y con el rostro
a punto de la deformación permanente era su turno de ingresar con el médico.
Lo dudó unos instantes.
Al segundo siguiente ya había entrado.
Tras la ventana las luciérnagas titilaban, como si
quisieran invitarlo a saltar.
Le explicó su
malestar al doctor.
Sintió unos dedos rollizos pasar por su espalda, cerca
del lugar en que sentía las molestias,
al lado de la columna y al respirar.
Las luciérnagas se apagaron cuando el médico habló con
él. Su luz se había extinto.
Un poco de agua rodó por su mejilla.
Salió del hospital y con la mirada vio al vacío.
Se habían ido, supo que no volverían jamás.
Faltaban unos estudios pero no tuvo muchas esperanzas.
Tenía cáncer.
La decisión que en ese momento enfrentaba Giovanny
posiblemente sería la más difícil que habría de tomar durante largo tiempo; ¿A
dónde ir de vacaciones? Era esa la cuestión. Serían las primeras vacaciones de
Invierno en que podría él decidir a dónde viajar, siempre su padre era quien
mandaba en esos asuntos pero una vez que el ya no estaba recaía sobre sus hombros
decidir tales agravios. Aseguraría más tarde que serían los momentos más
importantes de su vida hasta el momento, que lo recordaría hasta el fin, aun
siendo la verdad bastante lejana a la fantasía; tenía poco menos de 16 años y
era demasiada responsabilidad para sus suaves y frágiles manos.
La madre de Giovanny era una mujer importante dentro de
una gran empresa de producción automotriz, ella junto con todos los miembros
lograron enriquecerse hace unos años apoyando la prohibición de los automóviles
eléctricos y los que utilizan biocombustibles amparándose bajo no-sé-que laguna
fiscal. Su padre había desaparecido en un vuelo directo hacia Moscú, dejando
tras de sí millones de pesos destinados a cumplir los caprichos de una reducida
y poco numerosa pero bastante caprichosa familia.
Finalmente y tras mucho pensarlo, Giovanni se decidió por
un viaje de tres semanas unas montañas en Edimburgo, se hospedarían en la casa
más cercana a los Alpes y aprovecharían para hacer válida su membresía de
familia fundadora con la Agencia de Turismo Europeo por primera vez. Alguna
fibra sensible había tocado esa decisión en su corazón, hipotálamo o donde
quiera que sea el lugar en que se almacenan las emociones, el amor y el
recuerdo; de pequeño las primeras vacaciones que tuvo con él fueron precisamente
a Edimburgo, poco recordaba de ello, poco más allá de su padre y de que fue
feliz.
Empezarían lo antes pronto a hacer las maletas y preparar
todo para el largo traslado. Prenda por prenda se fueron llevando los
portaequipajes, nulas palabras recorrieron el aire.
Era sorprendente que entre el llanto reprimido y un
montón de maletas supieran que su padre, su esposo, estaba entre ellos.
Llevaba ya tres días durmiendo poco y comiendo mucho
menos, era mucha la preocupación que sentían en su hogar. No encontraban manera
de consolarlo.
-
Ven
hijo, come un poco, mira lo delgado que estas –Le rogaba su abuela.
-
¿Será
por el cáncer? –Respondió sarcásticamente Román, aventando el plato que le
acababan de servir.
La anciana rompió en desmesurado llanto.
-
Calma,
calma viejita, no pasará nada, perdona, te ayudaré a limpiar –Sabía que mentía,
muy claro había sido el médico cuando le dijo, tras los estudios, que era un
tumor inoperable, que solo un tratamiento excesivamente caro, que no había de
otra.
-
Sí
hijito, todo estará bien, le rezaré a todos los santos para que te recuperes,
estarás mejor, vamos, déjame servirte un poco más.
En el fondo la abuela igual sabía que mentía.
La culpa de todo la tenía ese maldito humo de las
fábricas que rompiendo toda normatividad en esta o en cualquier ciudad del
mundo se habían establecido aledañas a las casas, las escuelas, los parques,
los ancianos, los niños. Ya era muy tarde. En los últimos cinco años se habrían
de detectar más de quinientos casos de cáncer en una ciudad con poco más de
doscientos mil habitantes, una catástrofe humanitaria desde el punto en que se
quiera ver. Se metieron montones de quejas, de sugerencias, de demandas a las
empresas y el gobierno; nada, hicieron caso omiso a todos los intentos por
establecer contacto. Era el gobierno,
no el suyo.
Hacía tiempo que vecinos se organizaron para ir a la
capital para reclamar lo que es de ellos; su propia vida, les echaron a los
granaderos, a la policía y al pueblo que a lo pronto olvidó sus casos como
muchos otros, “Es que hay cosas más importantes que ellos” decían, “Pónganse a
trabajar” decían. Muchos de aquellos hombres y mujeres que agarraron valor y firmeza
para enfrentar a un poder fáctico, corrosivo y excluyente, muchos morirían por
la maldita enfermedad, la única para que la que todavía no hay una cura.
Le llegó la hora a Román, igual que a sus hermanos.
-
Hey
Cristian, te toca el turno de la noche –Le decía uno de sus colegas.
-
No, no,
no, las últimas dos semanas me tocaron a mí, ya no más.
-
Vamos,
será la última, además sabes que nadie te invitó a la fiesta, no tienes
familia, hermanos, parientes ¿A dónde quieres ir?
Tales acusaciones, aparte de graves eran también reales,
“El Doc.” como le apodaban por su
doctorado en medicina, estaba más solo que la Luna en el horizonte cada vez que
el Sol vuelve a morir. No tenía con quien llegar, su vida eran sus pacientes,
quienes, tarde o temprano, se morían.
“La culpa la tenía la contaminación y la poca regulación industrial de
la ciudad” se repetía todo el día, pretendía que no pasara por su mente nunca
más la idea su culpa en los índices exorbitantes de defunciones en la ciudad.
-
No hay
problema, creo que puedo quedarme hoy –Había perdido de nuevo la batalla.
Observó por la ventana y, desde el piso más alto del
hospital, admiró el paisaje urbano de kilómetros tan monótonos de fábricas,
primarias y smog.
“No hay salvación” pensó.
Esa noche decidió que pasaría el resto su vida sirviendo
a los demás, sin preocuparse por sí mismo, de todas maneras él no tenía nada
que perder.
Moriría de cáncer hereditario unos lustros más tarde.
El carro robado que conducía pasó a toda velocidad al
lado de la clínica que se convertiría, si es que fracasaba en su misión, en un
patíbulo seguro; la puerta al infierno. Estaba decido, lo iba a hacer por su
abuela, por su persona, por sus hermanos y padres y el recuerdo que lo
perseguía.
Ruidos de golpes.
Gritos ahogados.
Ventanas que se abren.
Motores que se encienden y se van.
Por más que quiso correr esquivando el equipaje no
alcanzó a llegar, las placas del coche eran inentendibles a esa distancia,
lloró, marcó a la policía y lloró.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Habría de verdad planeado
convincentemente una operación de tal envergadura? Ni él lo sabía. A punto de
desmayarse dentro del coche, imágenes diversas, borrosas al recuerdo cruzaron
su mente como flechas que se incrustaban con toda vehemencia en su razón. No comprendía
que aburrimiento, o que necedad o que tedio le llevó a cometer tal acto.
Habiéndolo visto ya antes, envidiando hace años su suerte
de nacer y entendiendo lo que significaban sus suaves e inmaculadas manos no lo
pensó mucho una vez que la desesperación se apoderó de su consiente.
Tenía en su carro a Giovanni Pázcalo, hijo de aquel
empresario muerto en el cielo; tal vez así llegaría a entrar. Su familia,
saliendo todo correctamente, le aseguraría lo único que posee la gente como él:
La vida.
Creía saber a dónde llevarlo.
No entendía quién era capaz de hacerle esto, que mente
desquiciada y fuera de sí se animaría a tal acometido. Por momentos se bloqueó,
divagó entre su subconsciente y la realidad en un intento por no desmayarse, y por
poco lo logra.
Al despertar no recordó nada de lo sucedido, de inmediato
pensó en el viaje y en hacer sus maletas, un dolor muy fuerte en la cabeza y el
hombro lo devolvió a la realidad; hurtado de su hogar y bastante apabullado no
encontró otro escape que llorar, y después, nada. Profirió minutos de alaridos
que bastaron para sangrarle su débil garganta.
Muy concentrado estaba intentando con sus movimientos de
torso deshacer nudos que bien pudieron ser atados por marineros cuando de
improviso fue puesto boca abajo, se enmudeció, de habérsele soltado se habría
vuelto a desvanecer. En el aire está todavía el motivo de su reacción, puede
que nunca se haya creído totalmente que de verdad era un asunto serio o que en
su ignorancia desconociera la forma en
que esto se lleva a cabo.
La Sra. Pázcalo estaba totalmente desesperada; tras
llamar a la policía le informaron que en su caso no podrían hacer gran cosa,
que sería hasta que se pidiera una recompensa cuando podrían actuar, y eso, si
de verdad lo ameritaba la situación. La Sra. P. gritó y replicó y volvió a
gritar para que pudieran atenderla, darle la seguridad que merecía su hijo, todo fue en vano. Deberá seguir
las reglas de un juego que ella ayudó a crear.
Tenía contactos.
Una amigo de su esposo, aquel con el que se rumoreó haber
tenido intimidad homosexual, era jefe del grupo de las “Panteras”; unos
paramilitares encomendados en el oficio de matar, expertos en ello. Un par de
llamadas bastaron para poner en marcha toda una operación de rescate ¡El
heredero de la fortuna de Teodoro Pázcale estaba en riesgo!
No había tiempo para perder.
“LA GUARIDA DEL PERRO” se leía en letras mayúsculas la
entrada-salida de un almacén controlado totalmente por los pandilleros que
gramo a gramo se volvieron delincuentes; la mitad de ellos policías regionales.
Era en ese sitio donde mantenían recluidos a los presos por rebeldía, los
condenados a muerte y los “puerquitos”;
como les llamaban a quienes secuestraban. A Giovanni le tocaba en uno de los
sótanos más profundos, todos conocían el valor del muchacho y no iban a
permitir por nada del cosmos que lograra salir, aún muerto podrían seguir exprimiéndolo.
No tardaron en empezar las llamadas de extorsión.
Marcaron al hogar, la señora Pázcale contestó. Un pequeño
aparato registraba la llamada, manos de hombre triangulaban la señal.
-
Son
presas fáciles, han caído redondito –Se burlaban los mafiosos de lo sencillo
que había sido este caso, dentro de poco tendrían el dinero suficiente para
volver a poner su mercadillo negro.
Tiempo de sobra, tenían la ubicación de la llamada y
posiblemente del sitio en donde estaba recluido el joven Giovanni. Los malos no
sabrían ni por dónde les pegaron.
Al momento en que llegaron las tropas especiales a
recuperar vivo al niño de oro era ya demasiado tarde. Un infiltrado de aquella
gran mafia había advertido del inminente ataque. Minutos antes de que este se
concretara los jefes del grupo habían huido cargando en sus manos la joven vida
del único descendiente de la dinastía Pázcale.
Las tropas no duraron en disparar a diestra y siniestra
sobre todo aquel que se viera sospechoso, sobre cualquiera que estuviera dentro
de su mirilla.
Román fue abatido a tiros tras ser derribado por quien le
cubría la espalda.
Román había visto morir a mucha gente.
Román tenía cáncer e iba a morir.
¿Quién ganó más?
¿La madre que perdió a su hijo?
¿El joven que ganó a su padre?
¿El joven que corrió más rápido que el cáncer?
¿Quién perdió más?
¿El soldado que disparó su arma contra su inocencia y
volteó la mirada?
¿Los bandidos que se quedaron sin la recompensa?
Al fondo tras la ventana de una clínica saturada de
gente, con un único doctor solitario y decidido, con jóvenes que no conocen más
que la vida y otros que no saben vivir; ahí, en medio de todos ellos, de sus
luchas, de sus muertes, entre las novias y los hermanos se alzan imponentes las
torres de unas fábricas ilegales que ensucian al agua y el aire, que obligan a
su gente a irse o morir, torres inmensas que dentro de miles de años los
futuros arqueólogos desenterraran y se verán entre ellos los rostros como
preguntándose “¿Por qué?”, y ni nosotros sabremos responder.