“Dios me salve, que el mundo no lo hará”, el epitafio perfecto que habrá de
coronar sus tumbas en un par de horas.
El relicario que colgaba inerte sobre un cuello manchado de sangre escupía
al suelo la imagen santa de una madre y un hermano, un padre, un hijo, un
abuelo; nada había sobrevivido al bombardeo nocturno; casa por casa las bombas
arrasaron, las paredes se desplomaban sobre los cuerpos de ciudadanos de a pie,
nunca pensaron que la guerra llegara hasta con ellos.
Saliendo el Sol manos negras y sucias arrastraban a cuestas los restos de
su hogar, no únicamente su casa, sino su patria entera; niños salían de entre
los escombros, ancianos suplicaban para poder acompañar a los caminantes que
buscarían una nueva vida tras las fronteras, tras los desiertos inmensos de
arena, tierra y miseria que han dejado tras de sí.
A los pies del chiquillo yacía su abuelo muerto, su abuelo y su madre y su
padre y sus hermanos, y su vida, y su hogar. El chamaquillo lloró
desconsoladamente junto a miles de llantos iguales al suyo, clamando por
perdón, clamando por piedad, por un poco de la esperanza de un futuro mejor que
a sus pies yacía muerta. No tenía ni comida ni agua, ni siquiera un abrigo con
que cubrirse en las frías noches que la guerra deja. Él era todavía muy chico
cuando las muertes empezaron, no recuerda ni lo hará si el malo llegó de
allende las fronteras o se gestó ahí mismo, en la tierra que pisa; tampoco
recordará que destruyeron los santuarios que habría de venerar, las zonas
sagradas que de manera inocente imaginaba como indestructibles, como dotadas de
un poder mágico, inmenso, inigualable, capaz de cambiar al mundo y salvar su
alma; no conocía la destrucción, la muerte, la peste, de la que no escaparía.
Sin más por perder un par de días después huiría con los caminantes, quien
sabe a dónde depararía su destino, quien sabe siquiera si este habría de
existir.
Por las noches su cuerpo se retorcía en un sufrimiento terrible, incluso se
pensó en abandonarlo pues la ignorancia hacía pensar que quizás tuviera un mal
mortal, pero no era así, sucede que sus recuerdos lo traicionaban en las
noches, sus sueños no eran más que divagaciones sobre la vida y el más allá, el
paraíso anhelado por el que morirá, pero no era solo eso, era todo; todo lo que
dejó tras de sí en un pasado muerto, asesinado de la manera más cruel, que
forma la suya de perder la inocencia, que forma la de este mundo de asesinar la
juventud; soñaba que caminaba, sin rumbo y hacia el horizonte, entre amigos y
familia, con árboles, carros, gente sonriente que le miraba y saludaba, para
encontrarse, al final, con el miedo a despertar; habría sus ojos al día siguiente
para contemplar el cielo gris, la gente hambrienta y el plato vacío; cerraba
los ojos deseando soñar otra vez, soñar para siempre y viajar hacia ese otro
mundo que era poco más que una fantasía, la misma que ha tenido el hombre desde
el inicio de sus días, la felicidad.
La frontera estaba cerca, noticias llegaban sobre el fin de la resistencia
en manos del enemigo, que habían destruido la capital y masacrado a todos los
que la defendían, pero él no lo sabía, era muy pequeño para saberlo, escuchaba
a los ancianos hablar sobre épocas pasadas, años más felices y más trágicos,
décadas de hambruna y demás, la pobre criatura veía las manos callosas y
arrugadas temblar a la par de la narración, por un momento volteó la mirada al
rostro del anciano, vio sus ojos y lloró con él, todos lloraron con él, nadie
merece morir tantas veces.
Ruidos, gritos, disparos, la noche se perturbó bajo aquel estruendo, pobre
niñito, nunca supo lo que ocurrió, observó por la ventana y el fuego iluminó su
rostro, intentó salir corriendo por la puerta cuando varios soldados entraron
por ella, le apuntaron con sus armas, le gritaron, patearon y vejaron inmisericordemente,
aquella pequeña criatura, tumbada en una esquina se sentó a rezar, los soldados
al verlo dejaron de jugar, justo en ese instante su Dios vio el rezo dramático
del muchacho, su antiquísimo corazón se estremeció ante la imagen y aquella noche
bajo las estrellas del cielo infinito decidió llevárselo con él.