El alcohol se derramaba por los
costados de su vaso. La mirada al frente, rojos sus ojos, inflamados, –un poco-
muertos. Estaba adherido a su sillón más por furia que por miedo. La ventana frente
a la que estaba ofrecía un paisaje espectral; ruinas, pestes, olores a
descomposición eran la fauna del mundo exterior, a lo lejos un grupo de cazadores
trataban de escalar la cerca que cubría los terrenos de El Brayan. Tomó
rápidamente el rifle sobre la mesa. Disparó. Era su hogar, no lo iban a
profanar.
La botella –y el Tequila Golden que
guardaba- estaba rota y regada por el piso de su cocina, entre improperios y
maldiciones lanzadas al aire relacionó la prematura muerte de su penúltimo pomo
que celosamente apartaba para una ocasión especial –díganme ustedes si no era
correcto hacerlo ¡El penúltimo del mundo!-
con los temblores de la noche pasada –los dragones cachondos golpean el
suelo en su época de celo como ritual de apareamiento- , pronto la furia se
transformó en miedo y luego en la más temible ira. ¡Los dragones!, exclamaba El Brayan, ¡Ellos la rompieron! Pero me la van a pagar los hijos de su chingada
madre ¡La pagarán los cabrones!, repetía mientras recogía del suelo uno por
uno los pedacitos de cristal cuidando de no cortarse.
Más tarde, ya cuando el sol amenaza con desaparecer, comenzó con la planeación de su venganza. No tenía idea. Los dragones eran seres enormes, más de cincuenta metros hasta la coronilla, y el triple de esto desde el hocico hasta la punta de la cola. Por supuesto que los había de diferentes tamaños, colores y sabores, existían aquellos que escupían fuego –muy al estilo de aquellas viejas películas animadas, con la única pequeña diferencia de que en estas siempre terminaban muertos o, por lo menos, no asesinaban a toda una ciudad- , también existen aquellos que habitaban en las profundidades de los lagos ¡Incluso los come-piedras que agujeraban a las montañas! No tenía idea de cómo podría siquiera encontrarlos, esos lagartos son tan escurridizos como –ahora- la civilización misma, pero su tequila lo valía. Recordó que aún quedaban cartuchos de escopeta que no había desperdiciado ahuyentando caníbales molestos de su casa, con esto bastará, dijo para sus adentros. Esperó hasta la mañana siguiente pues los monstruos –para terminarla de chingar- podían ver en la obscuridad.
A primera hora de la mañana –cerca de las dos de la tarde-, armándose de valor y yendo al baño más de una vez, se preparó para ir en busca de su destino. Hacía años que no salía de las cuatro paredes de su exilio voluntario, no desde que apenas empezaban a llegar los monstruos, viendo destruida su ciudad El Brayan nada presuroso se escondió en la montaña más alta que pudo hallar bajo la condición de que contara con los servicios necesarios para sobrellevar –por lo menos- una supervivencia muy austera –cable, teléfono, internet, y una licorería cercana para saquearla con frecuencia- . Así pasarían los años hasta la tarde de hace unos días cuando los temblores provocados por el apareamiento de los dragones tiró y regó el penúltimo tequila Golden en el mundo.
El exterior y la presencia de aire
fresco lo dejaron sorprendido, donde antes había habido civilización o por lo
menos uno que otro pueblo polvero con más piedras que personas ahora había un bosque
inmenso, millones y millones de árboles cubrían el paisaje hasta donde la vista
alcanzaba y más allá. De pronto se hizo consiente de su propia vejez. Pensó en
su novia, en lo cobarde que había sido al dejarla, no esperar a que regresara
de su casa y huir despavorido hacia donde ahora estaba parado, solo, rodeado de
un mundo que hace mucho no le pertenecía ni a él ni a su especie.
No tardó mucho en intuir que la
madriguera de los dragones podía encontrarse en el cráter del volcán que muchos
años atrás convocaba miles de turistas a la ciudad, El más grande del continente, decía la propaganda que pusieron
para esconder gastos desconocidos, pero eso no importaba ya. La escalada fue
pesadísima, el aire se agotaba a cada paso, cada centímetro que subía era un
martirio comparable apenas con el doloroso andar de Judas, pero decidió
continuar, hacerlo hasta el final. Estuvo a punto de caérsele el rifle, y
aunque así hubiera sido él habría continuado, ya nada lo detendría en su
intento de terminar con los asesinos de su hijo. Se descubrió llorando en medio
de las rocas. Regresar ya era imposible. Miró las estrellas que le avisaron de
la proximidad de la noche. Por azares del destino encontró una cueva pequeñita
y decidió pasar la noche durmiendo en ella.
Por fin, ahí estaban. Eran enormes.
Ni en sus más obscuros sueños El Brayan hubiera adivinado lo imponente de estos
lagartos. Su nido no estaba en el ojo del cráter sino en el costado Oeste, cerca
de un despeñadero que podría servirle de apoyo para comenzar su ataque. El plan
era saltar desde el despeñadero hasta el nido y disparar cuantas veces pudiera
contra ellos, en especial los cachorros y huevos, él se encargaría de que esa
maldita estirpe desapareciera al fin. Sin tiempo para perder corrió por la
circunferencia del cráter con el alma desbordando su corazón. Un objeto los
distrajo de su carrera, ¡Es una vaca! Una
vaca voladora, vaya sorpresa tuvo El Brayan al ver, en efecto, a una vaca
que salía disparada del nido dragoniano, ¡Una
vaca lechera!, por su mente cruzaron miles de ideas, ¿Cómo pudo la vaca volar tan alto? ¿De dónde habrá venido la vaca?
Seguro venía de alguna granja ¡Los hombres no habían muerto! En esos
pensamientos se encontraba cuando una temible voz y un terrible aliento
llegaron detrás de él, ¿Quién osa entrar
en mis dominios?, la sangre se le heló a El Brayan, un dragón le estaba
hablando, ¡No te tengo miedo, bestia
inmunda! ¡Te asesinaré!, le gritó desesperado al animal, no tan tarde pequeño hombrecillo ¿Cómo
piensas hacerlo si no eres más que un fantasma? No tienes armas, cuerpo, vida,
vagas por el mundo intentando reparar tus daños, deja de dar lástima y vete de
aquí, le respondió el dragón. El Brayan vio sus manos y no vio nada. Volvió a insultar al dragón y
desapareció.