sábado, 3 de mayo de 2014

La ciudad y las ratas.
























El Tapir regresaba a su casa en el claro de la Luna, una Luna que semejaba mas al Gran Hermano, observante, sigilosa, dura. Y no era porque fueran grandes los pecados de El Tapir, uno o dos asesinatos por droga no eran algo fuera de lo común, hasta podía decirse que venía atrasado.

Aquella noche había decidido salir de La Guarida para pasarla con los hermanos que le quedaban, y con lo que quedaba de sus hermanos. Desde la noche en que a El Murciélago le volaron el ojo y el brazo se tuvo que volver jefe de familia, con los años la carga se redujo, varios se fueron, incluso él tuvo que ocuparse personalmente de desaparecer unos cuantos. Obviamente lo hizo bajo los efectos de su lento veneno, huyó cuando se los descubrieron. Pero El Tapir era calculador, días antes pactaría con los dueños del este del estado, ellos se encargaron de comprar a los tiras.

La ciudad resplandecía a lo lejos, por detrás de las polarizadas ventanas del carro en que se desplazaba relucían los altos edificios, las libidinosas parejas, los inamovibles arboles que le hacían recordar su infancia, las tardes en su casa del árbol junto con sus primos; El Murciélago, El Roedor, El Hámster, El Hurón y Las Conejas, todos muertos o mutilados a manos de sus enemigos, o la vida, que es lo mismo.

Esa noche podía manejar, era muy afortunado en haberse prevenido, Las Conejas murieron dos veces, la primera con el tremendo pasón que se metieron, y la segunda con el maldito choque que termino por arruinar su hermosura, dos increíbles mujeres, gemelas además, destruidas por sus vicios, y el vicio de todos, tal vez el vicio a vivir… o el miedo a no hacerlo, e  incluso tal vez, la necesidad de acabarse.

Los recuerdos sobran cuando se tienen tantos, muchos años de vivir en las calles compensados finalmente con la fama efímera de ser un importante capo, por algunos años disfrutaría de este privilegio, puede que extrañara el respeto de todo aquel que le conocía. Hasta su estilo cambió, puso fin a su melena de principiante en drogas por la cabeza rapada de quien ah alcanzado una alta jerarquía dentro de la organización.  Lástima daba el saber que dentro de poco todo ese cabello lo abandonaría suspirante, decayendo.

El camino se alzaba frente al parachoques de su Mustang del año, la noche estrellada y temblorosa se le presentaba atrayente sobre él. Sintió la necesidad de detenerse un momento, lo hizo ¿Por qué no? A veces es bueno detenerse unos segundos, alzar la cabeza y contemplar lo infinito del cielo, y comprender que no somos más que polvo de estrellas, la herramienta que utiliza el Universo para comprenderse.  Este pensamiento relajaba a El Tapir, existían sueños que le llegaban a sacar poco mas que un par de lágrimas, muchas veces eran sus primos y hermanos los que se le manifestaban, algunas otras era él mismo quien se sentaba al borde de la cama y luchaba para contener las olas de recuerdos que le regresaban. Hace rato que había dejado de valer la pena.

El reloj de su muñeca marcaba las 2:30 de la madrugada, El Tapir se resignó a no llegar, su coche era espacioso y aquella noche no había tanto frio. En unas hora más iba a amanecer y necesitaba dormir un poco antes de regresar a La Guarida.  Los días anteriores tampoco había descansado lo suficiente, había habido muchas entregas extra temporáneas la semana anterior y prefirió investigar a sus allegados que dormir, en este oficio nunca se sabe quien es el que acabará por darte el golpe.

A lo pronto se entregó a los brazos de Morfeo y las pesadillas no se hicieron esperar. El mismo sudor frio de cada noche le recorrió la espalda, brazos, hombros, pecho. La respiración se le detenía por momentos y era común verlo a través de las ventanillas gritando por momentos, tiritando el resto. Pobre El Tapir, muy pobre.
Se había quedado solo, había perdido a cada persona que en algún momento lo apoyó, había incluso alcanzado el grado de extraviar su humanidad a costa del poder, y la gloria, y la vida eterna. Para cualquiera, el ya estaba muerto.

El Tapir no amanecería en la mañana de ese nuevo día, ni unas horas después, ni la siguiente noche, ni nunca más. En fin, como si morirse fuera tan grave. 


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