Se le había acabado el
último cigarrillo de la noche a Daglio, con los abarrotes cerrados y un poema a
medias la oscuridad se cernía sobre él y le recordaba episodios pasados.
Las nebulosas neblinas
de tristeza las dispersó cuando a su mente volvió el recuerdo de la cajetilla
que escondía bajo su cafetera, bastante lejos de su esposa y médico, quien le
prohibía tales manjares.
Pero ella ya no estaba,
él había huido de diez años de matrimonio, alterados por el hecho de no saber
si sabía amar, horrorizado por su espantoso rostro; el suyo, que no dejaba de
contemplar en los ojos azules que a su olvido aletargaba.
A ella iba su nuevo
poema, uno más que va a amores perdidos, otro destinado a dedicarse, a unir
como resultado del rompimiento que lo creó. Porque nunca se sabrá del odio
despectivo a las arcaicas peticiones de afecto que durarían décadas,
comprensión de la mujer que nunca se decidió, resignación por la musa que
mucho, desnuda, contempló.
¿Cómo esperaba aquel
bastardo amar alguna vez?
¿Estaba la suerte
sentimental unida de forma directamente inversa con la calidad literaria?
¿Había erróneamente
abandonado ya?
Todo se había ido a la
mierda con su chica, con todas, con todos.
Parece a veces que la
suerte del escritor inafamado es la de perecer, perecer en el alma, perecer por
sus libros, por sus letras, por su obra.
Puede incluso por
momentos pensarse que se les ama en lo profundo, en lo oscuro, entre secretos.
Y es que tenerles mata, sobre todo a los buenos, porque cuando sucumben matan,
asesinan al mundo entero, todos mueren cuando él en el apogeo de su inspiración
concede esas sublimes páginas, pocas mujeres soportan el martirio de ser su
acompañante, la perpetua por inmortal pareja de uno. Pero aunque no sean los
amores perdidos lo que crea a un escritor sucede que estos se revelan casi
siempre ante estos actos.
Daglio no acabaría el
poema hasta dos o tres probadas a su cigarrillo, cuatro o cinco vistazos a la
Luna y cinco o seis vueltas al recuerdo.
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