domingo, 11 de mayo de 2014

El último cigarrillo.

Él era George Ferrari y cargaba sobre sus hombros los fantasmas de su propia muerte.

La contaminación nublaba la vista del paisaje de ciudad que de vez en cuando podía admirar cuando aquellas sucias nubes color gris decidían dejar de estorbar la vista de su ventana. Su taza de café sucia de anoche se encontraba todavía sobre la mesa, lavaría los trastes después, volvió a llenarla sobre los restos de la última vez que se sirvió y entre tragos tomó su libro del suelo. Lo hojeó un poco sin encontrar la página que buscaba, terminó por aventarlo a un lado, ya no le interesaba.

Se sentó al borde del sillón y en silencio empezó a llorar, no pretendía asustar sus penas ese día. Ella se largó hace años, en busca de otra gatita tan muerta de hambre como ella.

El café se derramó en el suelo al ver la muerte tras de él. George la espantó con un movimiento de manos y pateó la taza, “Es una cobarde” pensó.

Los cuerpos desnudos de mil mujeres paseaban por su habitación semejando los cantos del heraldo del fin de los tiempos. Sus pieles blancas flotaban como nubes a través de un cosmos de sueños inalcanzables. Les ofreció una hoja de parra por si alguna vez tocaban la Tierra. Abrió los ojos y cambió de habitación.

Las putas se dejaban magrear bajo el calor obscuro y quemante de una mañana sin Sol. Sus expresiones de muerte reflejaban su propia naturaleza carroñera. Les habló. Su terca coraza feneció dejando larvas grotescas sin amor para hacer sus capullos. 

El hambre lo perseguía, pan y un puñado de sal su consuelo. Su táctica era mirar. Su estrategia, esperar. El pan se convirtió en pastel, la sal en azúcar. El Abril en el Diciembre. Su hambre en sueño. Su llanto en más llanto.

Lloró hasta que el agua le llegó al cuello. Lloró hasta ahogarse en sus propios muertos. Lloró hasta que no hubo nada más allá que lágrimas y entonces lloró sequedad.

“Un poco más, mami” sollozaba el niño sangrando sus pecados por seguir jugando, “Adiós, mundo” sollozaba el anciano emitiendo luz por morir. “¿Quién soy?” sollozaba el hombre por ser.

Recordó la primera vez con esos ojos verdes matándolo una vez más. Murió de nuevo por ellos y cual Ícaro renació enfilado al despeñadero. “¡Rayos!” decía  “¡Te he vuelto a amar!”.

Amanecieron mil días nuevos ante la noche perpetua.

Ella era George Ferrari y cargaba sobre sus hombros los fantasmas de su propia muerte.

La vista del cielo desde el barandal de su habitación la volvía Dios. La vista de la Tierra, ella misma. Acabó su cigarrillo, tiró la ceniza durante siglos. No lo pensó más.


Durante la caída pensó en George y decidió buscarlo mañana en la mañana.



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