Él era George Ferrari y cargaba sobre sus hombros los fantasmas de su
propia muerte.
La contaminación nublaba la vista del paisaje de ciudad que de vez en
cuando podía admirar cuando aquellas sucias nubes color gris decidían dejar de
estorbar la vista de su ventana. Su taza de café sucia de anoche se encontraba
todavía sobre la mesa, lavaría los trastes después, volvió a llenarla sobre los
restos de la última vez que se sirvió y entre tragos tomó su libro del suelo.
Lo hojeó un poco sin encontrar la página que buscaba, terminó por aventarlo a
un lado, ya no le interesaba.
Se sentó al borde del sillón y en silencio empezó a llorar, no pretendía
asustar sus penas ese día. Ella se largó hace años, en busca de otra gatita tan
muerta de hambre como ella.
El café se derramó en el suelo al ver la muerte tras de él. George la
espantó con un movimiento de manos y pateó la taza, “Es una cobarde” pensó.
Los cuerpos desnudos de mil mujeres paseaban por su habitación semejando
los cantos del heraldo del fin de los tiempos. Sus pieles blancas flotaban como
nubes a través de un cosmos de sueños inalcanzables. Les ofreció una hoja de
parra por si alguna vez tocaban la Tierra. Abrió los ojos y cambió de
habitación.
Las putas se dejaban magrear bajo el calor obscuro y quemante de una mañana
sin Sol. Sus expresiones de muerte reflejaban su propia naturaleza carroñera.
Les habló. Su terca coraza feneció dejando larvas grotescas sin amor para hacer
sus capullos.
El hambre lo perseguía, pan y un puñado de sal su consuelo. Su táctica era
mirar. Su estrategia, esperar. El pan se convirtió en pastel, la sal en azúcar.
El Abril en el Diciembre. Su hambre en sueño. Su llanto en más llanto.
Lloró hasta que el agua le llegó al cuello. Lloró hasta ahogarse en sus
propios muertos. Lloró hasta que no hubo nada más allá que lágrimas y entonces
lloró sequedad.
“Un poco más, mami” sollozaba el niño sangrando sus pecados por seguir
jugando, “Adiós, mundo” sollozaba el anciano emitiendo luz por morir. “¿Quién
soy?” sollozaba el hombre por ser.
Recordó la primera vez con esos ojos verdes matándolo una vez más. Murió de
nuevo por ellos y cual Ícaro renació enfilado al despeñadero. “¡Rayos!” decía
“¡Te he vuelto a amar!”.
Amanecieron mil días nuevos ante la noche perpetua.
Ella era George Ferrari y cargaba sobre sus hombros los fantasmas de su
propia muerte.
La vista del cielo desde el barandal de su habitación la volvía Dios. La
vista de la Tierra, ella misma. Acabó su cigarrillo, tiró la ceniza durante
siglos. No lo pensó más.
Durante la caída pensó en George y decidió buscarlo mañana en la mañana.
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