miércoles, 11 de junio de 2014

La Isla de Pascua.





Cuenta la historia que los habitantes de la Isla de Pascua abandonaron la isla una vez que se les acabaron los recursos y el espacio para sobrevivir, miles de años después los arqueólogos encontraron únicamente ídolos monumentales que eran el último rastro de un pueblo que por mano propia, y tal vez sin saberlo, acabo consigo mismo. Hay quien habla de que la historia es cíclica.

El mundo es grande y vasto, tan increíblemente inmenso que incluso las metrópolis más gigantescas ocupan en conjunto un dos por ciento de todo el territorio continental.


Román esperaba su cita con el médico de una manera tan angustiosa que podría habérsele notado en la faz desde el otro lado de la gran sala de espera en que los moribundos esperaban pasiblemente su sentencia. Por momentos parecía que el aire sucio y maloliente del exterior penetraría las ventanas, otras juraría que era así.
Uno por uno los enfermos entraban y salían del único consultorio que estaba abierto a esas horas, la madrugada le profería un toque casi místico a la muerte. Por fin, tras largas horas de espera y con el rostro a punto de la deformación permanente era su turno de ingresar con el médico.
Lo dudó unos instantes.
Al segundo siguiente ya había entrado.
Tras la ventana las luciérnagas titilaban, como si quisieran invitarlo a saltar.
 Le explicó su malestar al doctor.
Sintió unos dedos rollizos pasar por su espalda, cerca del lugar en que sentía las  molestias, al lado de la columna y al respirar.
Las luciérnagas se apagaron cuando el médico habló con él. Su luz se había extinto.
Un poco de agua rodó por su mejilla.
Salió del hospital y con la mirada vio al vacío.
Se habían ido, supo que no volverían jamás.
Faltaban unos estudios pero no tuvo muchas esperanzas.
Tenía cáncer.


La decisión que en ese momento enfrentaba Giovanny posiblemente sería la más difícil que habría de tomar durante largo tiempo; ¿A dónde ir de vacaciones? Era esa la cuestión. Serían las primeras vacaciones de Invierno en que podría él decidir a dónde viajar, siempre su padre era quien mandaba en esos asuntos pero una vez que el ya no estaba recaía sobre sus hombros decidir tales agravios. Aseguraría más tarde que serían los momentos más importantes de su vida hasta el momento, que lo recordaría hasta el fin, aun siendo la verdad bastante lejana a la fantasía; tenía poco menos de 16 años y era demasiada responsabilidad para sus suaves y frágiles manos.
La madre de Giovanny era una mujer importante dentro de una gran empresa de producción automotriz, ella junto con todos los miembros lograron enriquecerse hace unos años apoyando la prohibición de los automóviles eléctricos y los que utilizan biocombustibles amparándose bajo no-sé-que laguna fiscal. Su padre había desaparecido en un vuelo directo hacia Moscú, dejando tras de sí millones de pesos destinados a cumplir los caprichos de una reducida y poco numerosa pero bastante caprichosa familia.
Finalmente y tras mucho pensarlo, Giovanni se decidió por un viaje de tres semanas unas montañas en Edimburgo, se hospedarían en la casa más cercana a los Alpes y aprovecharían para hacer válida su membresía de familia fundadora con la Agencia de Turismo Europeo por primera vez. Alguna fibra sensible había tocado esa decisión en su corazón, hipotálamo o donde quiera que sea el lugar en que se almacenan las emociones, el amor y el recuerdo; de pequeño las primeras vacaciones que tuvo con él fueron precisamente a Edimburgo, poco recordaba de ello, poco más allá de su padre y de que fue feliz.
Empezarían lo antes pronto a hacer las maletas y preparar todo para el largo traslado. Prenda por prenda se fueron llevando los portaequipajes, nulas palabras recorrieron el aire.
Era sorprendente que entre el llanto reprimido y un montón de maletas supieran que su padre, su esposo, estaba entre ellos.


Llevaba ya tres días durmiendo poco y comiendo mucho menos, era mucha la preocupación que sentían en su hogar. No encontraban manera de consolarlo.
-          Ven hijo, come un poco, mira lo delgado que estas –Le rogaba su abuela.
-          ¿Será por el cáncer? –Respondió sarcásticamente Román, aventando el plato que le acababan de servir.
La anciana rompió en desmesurado llanto.
-          Calma, calma viejita, no pasará nada, perdona, te ayudaré a limpiar –Sabía que mentía, muy claro había sido el médico cuando le dijo, tras los estudios, que era un tumor inoperable, que solo un tratamiento excesivamente caro, que no había de otra.
-          Sí hijito, todo estará bien, le rezaré a todos los santos para que te recuperes, estarás mejor, vamos, déjame servirte un poco más.
En el fondo la abuela igual sabía que mentía.
La culpa de todo la tenía ese maldito humo de las fábricas que rompiendo toda normatividad en esta o en cualquier ciudad del mundo se habían establecido aledañas a las casas, las escuelas, los parques, los ancianos, los niños. Ya era muy tarde. En los últimos cinco años se habrían de detectar más de quinientos casos de cáncer en una ciudad con poco más de doscientos mil habitantes, una catástrofe humanitaria desde el punto en que se quiera ver. Se metieron montones de quejas, de sugerencias, de demandas a las empresas y el gobierno; nada, hicieron caso omiso a todos los intentos por establecer contacto. Era el gobierno, no el suyo.
Hacía tiempo que vecinos se organizaron para ir a la capital para reclamar lo que es de ellos; su propia vida, les echaron a los granaderos, a la policía y al pueblo que a lo pronto olvidó sus casos como muchos otros, “Es que hay cosas más importantes que ellos” decían, “Pónganse a trabajar” decían. Muchos de aquellos hombres y mujeres que agarraron valor y firmeza para enfrentar a un poder fáctico, corrosivo y excluyente, muchos morirían por la maldita enfermedad, la única para que la que todavía no hay una cura.
Le llegó la hora a Román, igual que a sus hermanos.


-          Hey Cristian, te toca el turno de la noche –Le decía uno de sus colegas.
-          No, no, no, las últimas dos semanas me tocaron a mí, ya no más.
-          Vamos, será la última, además sabes que nadie te invitó a la fiesta, no tienes familia, hermanos, parientes ¿A dónde quieres ir?
Tales acusaciones, aparte de graves eran también reales, “El Doc.” como le apodaban por su doctorado en medicina, estaba más solo que la Luna en el horizonte cada vez que el Sol vuelve a morir. No tenía con quien llegar, su vida eran sus pacientes, quienes, tarde o temprano, se morían.  “La culpa la tenía la contaminación y la poca regulación industrial de la ciudad” se repetía todo el día, pretendía que no pasara por su mente nunca más la idea su culpa en los índices exorbitantes de defunciones en la ciudad.
-          No hay problema, creo que puedo quedarme hoy –Había perdido de nuevo la batalla.
Observó por la ventana y, desde el piso más alto del hospital, admiró el paisaje urbano de kilómetros tan monótonos de fábricas, primarias y smog.
“No hay salvación” pensó.
Esa noche decidió que pasaría el resto su vida sirviendo a los demás, sin preocuparse por sí mismo, de todas maneras él no tenía nada que perder.
Moriría de cáncer hereditario unos lustros más tarde.


El carro robado que conducía pasó a toda velocidad al lado de la clínica que se convertiría, si es que fracasaba en su misión, en un patíbulo seguro; la puerta al infierno. Estaba decido, lo iba a hacer por su abuela, por su persona, por sus hermanos y padres y el recuerdo que lo perseguía.

Ruidos de golpes.
Gritos ahogados.
Ventanas que se abren.
Motores que se encienden y se van.
Por más que quiso correr esquivando el equipaje no alcanzó a llegar, las placas del coche eran inentendibles a esa distancia, lloró, marcó a la policía y lloró.


¿Qué iba a hacer ahora? ¿Habría de verdad planeado convincentemente una operación de tal envergadura? Ni él lo sabía. A punto de desmayarse dentro del coche, imágenes diversas, borrosas al recuerdo cruzaron su mente como flechas que se incrustaban con toda vehemencia en su razón. No comprendía que aburrimiento, o que necedad o que tedio le llevó a cometer tal acto.
Habiéndolo visto ya antes, envidiando hace años su suerte de nacer y entendiendo lo que significaban sus suaves e inmaculadas manos no lo pensó mucho una vez que la desesperación se apoderó de su consiente.
Tenía en su carro a Giovanni Pázcalo, hijo de aquel empresario muerto en el cielo; tal vez así llegaría a entrar. Su familia, saliendo todo correctamente, le aseguraría lo único que posee la gente como él: La vida.
Creía saber a dónde llevarlo.


No entendía quién era capaz de hacerle esto, que mente desquiciada y fuera de sí se animaría a tal acometido. Por momentos se bloqueó, divagó entre su subconsciente y la realidad en un intento por no desmayarse, y por poco lo logra.
Al despertar no recordó nada de lo sucedido, de inmediato pensó en el viaje y en hacer sus maletas, un dolor muy fuerte en la cabeza y el hombro lo devolvió a la realidad; hurtado de su hogar y bastante apabullado no encontró otro escape que llorar, y después, nada. Profirió minutos de alaridos que bastaron para sangrarle su débil garganta.
Muy concentrado estaba intentando con sus movimientos de torso deshacer nudos que bien pudieron ser atados por marineros cuando de improviso fue puesto boca abajo, se enmudeció, de habérsele soltado se habría vuelto a desvanecer. En el aire está todavía el motivo de su reacción, puede que nunca se haya creído totalmente que de verdad era un asunto serio o que en su ignorancia desconociera  la forma en que esto se lleva a cabo.


La Sra. Pázcalo estaba totalmente desesperada; tras llamar a la policía le informaron que en su caso no podrían hacer gran cosa, que sería hasta que se pidiera una recompensa cuando podrían actuar, y eso, si de verdad lo ameritaba la situación. La Sra. P. gritó y replicó y volvió a gritar para que pudieran atenderla, darle la seguridad que merecía su hijo, todo fue en vano. Deberá seguir las reglas de un juego que ella ayudó a crear.
 Tenía contactos.
Una amigo de su esposo, aquel con el que se rumoreó haber tenido intimidad homosexual, era jefe del grupo de las “Panteras”; unos paramilitares encomendados en el oficio de matar, expertos en ello. Un par de llamadas bastaron para poner en marcha toda una operación de rescate ¡El heredero de la fortuna de Teodoro Pázcale estaba en riesgo!
No había tiempo para perder.    


“LA GUARIDA DEL PERRO” se leía en letras mayúsculas la entrada-salida de un almacén controlado totalmente por los pandilleros que gramo a gramo se volvieron delincuentes; la mitad de ellos policías regionales. Era en ese sitio donde mantenían recluidos a los presos por rebeldía, los condenados a muerte y los “puerquitos”; como les llamaban a quienes secuestraban. A Giovanni le tocaba en uno de los sótanos más profundos, todos conocían el valor del muchacho y no iban a permitir por nada del cosmos que lograra salir, aún muerto podrían seguir exprimiéndolo.
No tardaron en empezar las llamadas de extorsión.


Marcaron al hogar, la señora Pázcale contestó. Un pequeño aparato registraba la llamada, manos de hombre triangulaban la señal.


-          Son presas fáciles, han caído redondito –Se burlaban los mafiosos de lo sencillo que había sido este caso, dentro de poco tendrían el dinero suficiente para volver a poner su mercadillo negro.


Tiempo de sobra, tenían la ubicación de la llamada y posiblemente del sitio en donde estaba recluido el joven Giovanni. Los malos no sabrían ni por dónde les pegaron.

Al momento en que llegaron las tropas especiales a recuperar vivo al niño de oro era ya demasiado tarde. Un infiltrado de aquella gran mafia había advertido del inminente ataque. Minutos antes de que este se concretara los jefes del grupo habían huido cargando en sus manos la joven vida del único descendiente de la dinastía Pázcale.
Las tropas no duraron en disparar a diestra y siniestra sobre todo aquel que se viera sospechoso, sobre cualquiera que estuviera dentro de su mirilla.
Román fue abatido a tiros tras ser derribado por quien le cubría la espalda.
Román había visto morir a mucha gente.
Román tenía cáncer e iba a morir.

¿Quién ganó más?
¿La madre que perdió a su hijo?
¿El joven que ganó a su padre?
¿El joven que corrió más rápido que el cáncer?

¿Quién perdió más?
¿El soldado que disparó su arma contra su inocencia y volteó la mirada?
¿Los bandidos que se quedaron sin la recompensa?


Al fondo tras la ventana de una clínica saturada de gente, con un único doctor solitario y decidido, con jóvenes que no conocen más que la vida y otros que no saben vivir; ahí, en medio de todos ellos, de sus luchas, de sus muertes, entre las novias y los hermanos se alzan imponentes las torres de unas fábricas ilegales que ensucian al agua y el aire, que obligan a su gente a irse o morir, torres inmensas que dentro de miles de años los futuros arqueólogos desenterraran y se verán entre ellos los rostros como preguntándose “¿Por qué?”, y ni nosotros sabremos responder.

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