jueves, 1 de enero de 2015

Batalla en altamar




El meneo del barco había vuelto a despertarlo. Días atrás se soltó una tormenta fortísima que hasta ahora solo atraía remanentes. “Si, el clima se volvió loco” pensaba Gargantúa al momento que uno por uno, cuidando de no resbalarse bajaba los peldaños del escalerín que comunicaba su habitación con la planta principal de la embarcación.
Gargantúa parecía estar en lo correcto una vez aclarado que 77 soles sin un rayo de luz no son cosa normal y que solo a un clima vuelto loco se le podría ocurrir. Porque cada cosa tiene alma, así lo afirmó en una época remota un filósofo de una tal Crecia, es por ello que los objetos pesados caen más velozmente que los livianos; porque sus ganas de llegar al suelo son mayores, o eso recordaba que decía, más o menos, un libro que recientemente obtuvo. Es que él se jactaba de ser culto en cierto modo, cada libro que llegaba a sus manos se lo devoraba lo más rápido posible; sus hojas no soportaban las condiciones del mar abierto. Pensaba que por ello pudo llegar a ser capitán.
Pronto amanecería (supuestamente) sin haber dormido nada. Envuelto de nuevo dudas de su pasado, del presente y su futuro. Cuestiones que no había logrado aclarar.

Ya casi llegaban a América, 3 meses de travesía no pudieron contra el espíritu temerario con que todos los identificaban. Más de una vez quiso dimitir, volver a su hogar allá en un islote en altamar, y lo hubiera hecho de haber podido. Lo que faltó para completar el deseo de huida no fue la escasez moral, sino al sitio a donde llegar.
El tal islote fue hace décadas arrasado por hordas de piratas que saquearon cada hogar, de los pocos que hubo. Tomaron mujeres y niños como prisioneros, a los hombres ni que decir; el mar se  tornó rojo por días frente a sus costas. Y lo hicieron sin saber que estaba salvando del cataclismo final a todos los que llevaron consigo. Días más tarde una tromba de proporciones épicas azotó lo que quedó de la cuna de tierra donde nació. Nada quedaba salvo un arrecife de huesos y civilización.
Él fue el único párvulo al que no aventaron por la borda cuando la hambruna amenazó con diezmar las costas del puerto donde atracaron. Habrá sido por fortuna, azar o como lo quieran llamar que aquel pirata salvó su vida. No lo recordaba muy bien, ya que era muy joven cuando sucedió, pero desde entonces creyó conocer su destino, y creció para volverse uno de los mayores corsarios que la historia ha tenido, aunque con los siglos su nombre llegue a borrarse.

Muchas lunas más tarde él ahí estaba. Al mando de tan imponente barco, orgulloso por las enormes velas que en sus mástiles ondeaban, curtido por tantos años y tantas batallas. Como todo buen capitán de una flota de barcos condenada a morir en batalla no temía la hora en que llegase su momento, aun desconociendo lo que habría por venir.
Porque no le temía a la muerte, no. Ni tampoco a lo que le siguiera. Solo desconfiaba.
Y más en estos momentos que nunca a raíz de la invasión a la playa más rica del viejo continente, su mano derecha habría entregado por llevarse un décima parte del botín que ahora cargaban al momento que huían a decenas de nudos de los barcos del Emperador.
Y se conocía al Emperador por sanguinario y cruel. Increíble era que boca tan voraz alcanzara a alimentar un ego tan imponente. La Galia no le fue suficiente en su cruzada imperialista. Ahora viejo y enfermo no dudaría ni un segundo en acabar con quien amenazara la estabilidad del presente de su vida.

-Mi capitán, ¡Las naves se están acercando!
-Aumente los nudos.
-Pero señor,  nos dirigimos al ojo de la tormenta.
-¡Aumente los nudos, he dicho!
-Pe… Pero señor…
-¿No me ha escuchado? ¡Aumente los nudos!
-Por supuesto, mi capitán.

Lograron dejar muy atrás los barcos que los perseguían… Para entrar de lleno en la boca de la tormenta. Enormes olas se erguían intentando hundir todo lo que se encontrara enfrente suyo   

Su flotilla luchó durante horas, días contra la temible tormenta que los envolvía a cada segundo que pasaba. Motines iban y venían en los diversos barcos hasta que eran hundidos, según él calculó, uno cada 3 horas y media.

Por fin, cuando su navío fue el último sobre los terribles mares, sobre las terribles olas, la encontró. Se avecinaba sobre él cual desafío al destino. Tomó coraje e intentando vengar su vestigio de Humanidad se avalanchó sobre ella clavando antes del último momento su espada en la monstruosa ola.


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