jueves, 8 de enero de 2015

Más allá de donde van los sueños



Para Natalia Vargas
ella tan única, tan elegante, tan conmovedora
tan trágicamente lejana.

La foto seguía en su bolsillo. La acariciaba como acariciaría el rostro que mantiene inmortalizado, de la manera en que la acarició la noche de luna que pasó de pie frente  a su cama tras haberla amado. Horas antes de huir. Dejó un café que pronto se enfriaría sobre la mesa –dos cucharadas de azúcar y una de crema, como a ella le gustaba- junto a un papel en blanco con una pluma encima, como intentando decir que el libro –La vida- no había empezado a escribirse.

Su cabello tan obscuro como el carbón quemado de una fogata a mitad del bosque –y las locas comparaciones que de él sacaba- era –posiblemente- lo que más la fascinaba de Nerea. Y sus manos que al sentirlas no concebía más que algunos versos de Huerta -De la muchacha que una noche / y era una santa noche me entregara su corazón derretido, / sus manos de agua caliente, césped, seda, / sus pensamientos tan parecidos a pájaros muertos, / sus torpes arrebatos de ternura, / su boca que sabía a taza mordida por dientes de borrachos, / su pecho suave como una mejilla con fiebre, / y sus brazos y piernas con tatuajes, / y su naciente tuberculosis, / y su dormido sexo de orquídea martirizada-. Y sus ojos enormes. Y todo. Y nada. Y el recuerdo. El recuerdo de la noche que la dejó, la única vez que le ha hecho el amor a una mujer, tan suave, tan despacio que por momentos pensó que así se sentía morir. ¡Oh, qué muerte tan alegre! Desvanecerse en los brazos de su amor, una convulsión súbita y ya; muerto estaba. No. La realidad lo devolvió a ese obscuro cuarto de hotel. Recostado acarició un cuerpo desnudo. La besó. Toco sus pechos sabiendo que no habría otra vez. Le dijo al oído secretos que solamente los amantes conocen. Espero a que quedara en el sueño profundo de quien se supo feliz. Le dio la espalda por primera vez en un par de horas –días, años, décadas, siglos, milenios…-. Se vistió para marchase por la puerta trasera –de un corazón y un motel- dejando nomás un café, una pluma, papel y la promesa de volver.

A sus ochenta años lamentaba no haber podido cumplir su promesa, Nerea había muerto semanas después de dejarla. Los doctores dijeron que nació con problemas en el corazón, no los desmintió, él había sido su verdugo. La foto yacía en un cuadro que guardaba la vida de un hombre que no tuvo más –¡Quería más!- que el amor de una mujer morena de ojos grandes, un poco loca, un poco decente. Volvería con ella. Sí. La encontrará en un motel, sonriendo desnuda, dándole los buenos días. 


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