Para Natalia Vargas
ella tan única, tan elegante, tan
conmovedora
tan trágicamente lejana.
La foto seguía en su bolsillo. La acariciaba como
acariciaría el rostro que mantiene inmortalizado, de la manera en que la acarició
la noche de luna que pasó de pie frente
a su cama tras haberla amado. Horas antes de huir. Dejó un café que
pronto se enfriaría sobre la mesa –dos cucharadas de azúcar y una de crema,
como a ella le gustaba- junto a un papel en blanco con una pluma encima, como
intentando decir que el libro –La vida- no había empezado a escribirse.
Su cabello tan obscuro como el carbón quemado de una
fogata a mitad del bosque –y las locas comparaciones que de él sacaba- era
–posiblemente- lo que más la fascinaba de Nerea. Y sus manos que al sentirlas
no concebía más que algunos versos de Huerta -De la muchacha que una noche / y
era una santa noche me entregara su corazón derretido, / sus manos de agua
caliente, césped, seda, / sus pensamientos tan parecidos a pájaros muertos, / sus
torpes arrebatos de ternura, / su boca que sabía a taza mordida por dientes de
borrachos, / su pecho suave como una mejilla con fiebre, / y sus brazos y
piernas con tatuajes, / y su naciente tuberculosis, / y su dormido sexo de
orquídea martirizada-. Y sus ojos enormes. Y todo. Y nada. Y el recuerdo. El
recuerdo de la noche que la dejó, la única vez que le ha hecho el amor a una
mujer, tan suave, tan despacio que por momentos pensó que así se sentía morir.
¡Oh, qué muerte tan alegre! Desvanecerse en los brazos de su amor, una
convulsión súbita y ya; muerto estaba. No. La realidad lo devolvió a ese
obscuro cuarto de hotel. Recostado acarició un cuerpo desnudo. La besó. Toco
sus pechos sabiendo que no habría otra vez. Le dijo al oído secretos que
solamente los amantes conocen. Espero a que quedara en el sueño profundo de
quien se supo feliz. Le dio la espalda por primera vez en un par de horas
–días, años, décadas, siglos, milenios…-. Se vistió para marchase por la puerta
trasera –de un corazón y un motel- dejando nomás un café, una pluma, papel y la
promesa de volver.
A sus ochenta años lamentaba no haber podido cumplir su
promesa, Nerea había muerto semanas después de dejarla. Los doctores dijeron
que nació con problemas en el corazón, no los desmintió, él había sido su
verdugo. La foto yacía en un cuadro que guardaba la vida de un hombre que no
tuvo más –¡Quería más!- que el amor de una mujer morena de ojos grandes, un
poco loca, un poco decente. Volvería con ella. Sí. La encontrará en un motel,
sonriendo desnuda, dándole los buenos días.
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