domingo, 26 de octubre de 2014

El mundo que hemos de perder.






“Dios me salve, que el mundo no lo hará”, el epitafio perfecto que habrá de coronar sus tumbas en un par de horas.

El relicario que colgaba inerte sobre un cuello manchado de sangre escupía al suelo la imagen santa de una madre y un hermano, un padre, un hijo, un abuelo; nada había sobrevivido al bombardeo nocturno; casa por casa las bombas arrasaron, las paredes se desplomaban sobre los cuerpos de ciudadanos de a pie, nunca pensaron que la guerra llegara hasta con ellos.

Saliendo el Sol manos negras y sucias arrastraban a cuestas los restos de su hogar, no únicamente su casa, sino su patria entera; niños salían de entre los escombros, ancianos suplicaban para poder acompañar a los caminantes que buscarían una nueva vida tras las fronteras, tras los desiertos inmensos de arena, tierra y miseria que han dejado tras de sí.

A los pies del chiquillo yacía su abuelo muerto, su abuelo y su madre y su padre y sus hermanos, y su vida, y su hogar. El chamaquillo lloró desconsoladamente junto a miles de llantos iguales al suyo, clamando por perdón, clamando por piedad, por un poco de la esperanza de un futuro mejor que a sus pies yacía muerta. No tenía ni comida ni agua, ni siquiera un abrigo con que cubrirse en las frías noches que la guerra deja. Él era todavía muy chico cuando las muertes empezaron, no recuerda ni lo hará si el malo llegó de allende las fronteras o se gestó ahí mismo, en la tierra que pisa; tampoco recordará que destruyeron los santuarios que habría de venerar, las zonas sagradas que de manera inocente imaginaba como indestructibles, como dotadas de un poder mágico, inmenso, inigualable, capaz de cambiar al mundo y salvar su alma; no conocía la destrucción, la muerte, la peste, de la que no escaparía.

Sin más por perder un par de días después huiría con los caminantes, quien sabe a dónde depararía su destino, quien sabe siquiera si este habría de existir.

Por las noches su cuerpo se retorcía en un sufrimiento terrible, incluso se pensó en abandonarlo pues la ignorancia hacía pensar que quizás tuviera un mal mortal, pero no era así, sucede que sus recuerdos lo traicionaban en las noches, sus sueños no eran más que divagaciones sobre la vida y el más allá, el paraíso anhelado por el que morirá, pero no era solo eso, era todo; todo lo que dejó tras de sí en un pasado muerto, asesinado de la manera más cruel, que forma la suya de perder la inocencia, que forma la de este mundo de asesinar la juventud; soñaba que caminaba, sin rumbo y hacia el horizonte, entre amigos y familia, con árboles, carros, gente sonriente que le miraba y saludaba, para encontrarse, al final, con el miedo a despertar; habría sus ojos al día siguiente para contemplar el cielo gris, la gente hambrienta y el plato vacío; cerraba los ojos deseando soñar otra vez, soñar para siempre y viajar hacia ese otro mundo que era poco más que una fantasía, la misma que ha tenido el hombre desde el inicio de sus días, la felicidad.

La frontera estaba cerca, noticias llegaban sobre el fin de la resistencia en manos del enemigo, que habían destruido la capital y masacrado a todos los que la defendían, pero él no lo sabía, era muy pequeño para saberlo, escuchaba a los ancianos hablar sobre épocas pasadas, años más felices y más trágicos, décadas de hambruna y demás, la pobre criatura veía las manos callosas y arrugadas temblar a la par de la narración, por un momento volteó la mirada al rostro del anciano, vio sus ojos y lloró con él, todos lloraron con él, nadie merece morir tantas veces.

Ruidos, gritos, disparos, la noche se perturbó bajo aquel estruendo, pobre niñito, nunca supo lo que ocurrió, observó por la ventana y el fuego iluminó su rostro, intentó salir corriendo por la puerta cuando varios soldados entraron por ella, le apuntaron con sus armas, le gritaron, patearon y vejaron inmisericordemente, aquella pequeña criatura, tumbada en una esquina se sentó a rezar, los soldados al verlo dejaron de jugar, justo en ese instante su Dios vio el rezo dramático del muchacho, su antiquísimo corazón se estremeció ante la imagen y aquella noche bajo las estrellas del cielo infinito decidió llevárselo con él.

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